Por Alberto Llana
El Código Penal (Ley Orgánica 10/1995), en su artículo 510 recoge, entre otros, los delitos de odio. Este tipo de ilícitos resultan de gran complejidad a la hora de juzgarlos y los motivos para ello son recogidos en una reciente sentencia pronunciada por el Tribunal Supremo, Sala de lo Penal, en la que se argumenta lo que sigue:
«No es, desde luego, tarea fácil la fijación del espacio de tipicidad de un precepto como el art. 510 del CP, en el que se castiga la incitación directa o indirecta al odio, la hostilidad, la discriminación o violencia “...contra un grupo una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad”.
La dificultad se deriva, no sólo de la necesidad de delimitar, en cada caso concreto, qué afirmaciones están amparadas por la libertad de expresión, sino de cuestionarse en qué medida el derecho penal puede ser utilizado como un instrumento para evitar un sentimiento que forma parte de la propia condición humana. La tendencia al odio, la aversión hacia alguien cuyo mal se desea puede definir el estado de ánimo en cualquier persona. Desde esta perspectiva, es obvio que el derecho penal no puede impedir que el ciudadano odie. El mandato imperativo ínsito en la norma penal no puede concebirse con tal elasticidad que conduzca a prohibir sentimientos.
Pero la claridad de esta idea, que ha de operar como inderogable premisa, es perfectamente compatible con la necesidad de criminalizar, no sentimientos, sino acciones ejecutadas con el filtro de esa aversión que desborda la reflexión personal para convertirse en el impulso que da vida a conductas que ponen en peligro las bases de una convivencia pacífica. con el filtro de esa aversión que desborda la reflexión personal para convertirse en el impulso que da vida a acciones ejecutadas como genuina expresión de esa animadversión que pone en peligro las bases de una convivencia pacífica.
A estas dificultades ligadas a la punición de lo que se ha llamado en plástico epigrama “discurso del odio” ya nos hemos referido en otras ocasiones. Hemos apuntado que la necesidad de ponderar en nuestro análisis los límites a la libertad de expresión y de hacerlo a partir de esa equívoca locución con la que pretende justificarse la punición, no hacen sino añadir obstáculos a la labor interpretativa. Las dificultades se multiplican cuando de lo que se trata es de determinar, como en tantas otras ocasiones, el alcance de lo intolerable.
(...) No todo mensaje inaceptable o que ocasiona el normal rechazo de la inmensa mayoría de la ciudadanía ha de ser tratado como delictivo por el hecho de no hallar cobertura bajo la libertad de expresión. Entre el odio que incita a la comisión de delitos, el odio que siembra la semilla del enfrentamiento y que erosiona los valores esenciales de la convivencia y el odio que se identifica con la animadversión o el resentimiento, existen matices que no pueden ser orillados por el juez penal con el argumento de que todo lo que no es acogible en la libertad de expresión resulta intolerable y, por ello, necesariamente delictivo.
(...) El derecho penal no puede prohibir el odio, no puede castigar al ciudadano que odia. Por si fuera poco, el vocablo discurso, incluso en su simple acepción gramatical, evoca un acto racional de comunicación cuya punición no debería hacerse depender del sentimiento que anima quien lo pronuncia. Tampoco puede afirmarse un único significado a una locución -discurso del odio- cuyo contenido está directamente condicionado por la experiencia histórica de cada Estado. El discurso del odio puede analizarse en relación con problemas étnicos, religiosos, sexuales o ligados a la utilización del terrorismo como instrumento para la consecución de fines políticos (cfr. STS 4/2017, 18 de enero)».-
En la sentencia del Alto Tribunal 72/2018, se dice que: «...el elemento nuclear del hecho delictivo consiste en la expresión de epítetos, calificativos, o expresiones, que contienen un mensaje de odio que se transmite de forma genérica. Se trata de un tipo penal estructurado bajo la forma de delito de peligro, bastando para su realización, la generación de un peligro que se concreta en el mensaje con un contenido propio del “discurso del odio”, que lleva implícito el peligro al que se refieren los Convenios Internacionales de los que surge la tipicidad. Estos refieren la antijuricidad del discurso del odio sin necesidad de una exigencia que vaya más allá del propio discurso que contiene el mensaje de odio y que por sí mismo es contrario a la convivencia por eso considerado lesivo. El tipo penal requiere para su aplicación la constatación de la realización de unas ofensas incluidas en el discurso del odio pues esa inclusión ya supone la realización de una conducta que provoca, directa o indirectamente, sentimientos de odio, violencia, o de discriminación. De alguna manera son expresiones que por su gravedad, por herir los sentimientos comunes a la ciudadanía, se integran en la tipicidad».-
Para terminar, reseñar lo que expone el Fallo que resumo en estas líneas: «Existe, pues, un discurso del odio no protegido, que desborda la tutela que dispensa el legítimo ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Y así lo hemos proclamado en numerosos precedentes. En la STS 185/2019, 2 de abril, señalábamos que “el discurso generador del odio y la discriminación no tiene amparo, ni cobertura en los referidos derechos constitucionales”».-
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